El plan cultural de la democracia. Por Carlos Godoy

Fogwill no podía explicarse cómo fue que su mujer se había enterado de la gitana. Recordaba haber hecho todo bien. Los milicos decían que era un tipo “muy de la mente”, en referencia a su capacidad sobrenatural para planear y realizar las cosas de un modo científicamente exacto. 

Mantenía una relación con una gitana veinte años menor que se había ofrecido, en una esquina de la Diagonal Norte, a leerle las manos a cambio de unas monedas. Fogwill caminaba con un maletín en la mano, cuando la muchacha lo interceptó. Apoyó el maletín en la vereda, se metió la mano en el bolsillo y le extendió el puño cerrado, que después giró y abrió. Tenía unas monedas en la palma. La gitana quiso agarrarlas, pero Fogwill –con un movimiento rápido– esquivó sus dedos y le acomodó las tres monedas en el escote. Dos horas más tarde, después de una pizza y dos cervezas, estaban en un albergue transitorio de la zona. 

La gitana nunca pudo leerle las manos, pese a que Fogwill le daba dinero cada vez que se veían. Siempre que ella insistía, él le decía: “la semana que viene”, o “mirá si descubrís que me estoy muriendo”. Frecuentaban un albergue “transitivo” –como le gustaba decir a Fogwill– que quedaba a dos cuadras de su trabajo. Se lo había recomendado uno de los milicos, un teniente que después mandaron a las islas. 

Fogwill se despidió de sus hijos diciéndoles que viajaba a Chile por trabajo. Pero la verdad era que había decidido instalarse por un tiempo en el estudio del edificio en el que vivía su madre. Alquilaba un monoambiente en el piso diez para estar tan cerca de ella como el cáncer y la vejez de la mujer se lo permitiesen. Allí tenía todo: la máquina de escribir, libros, una luger 9mm y un sillón medio viejo que se podía hacer cama. Aprovechó que su mujer se estaba bañando; juntó un par de camisas y pantalones lo más rápido que pudo y los metió hechos un bollo en un bolso. Antes de salir se acercó a la puerta del baño para saludarla, escuchó que lloraba y prefirió irse sin decir nada. 

En la calle tomó un taxi hacia el edificio de su madre, en el camino pasó por lo del Cubano. El Cubano le fiaba cocaína. Le daba lo que Fogwill le pedía. Pero un tiempo después, ambos se sentaban, veían a cuánto había ascendido la deuda y cómo podía saldarla. El sistema le funcionaba a ambos. 

–¿Quién es? –El culo negro de tu hermana –respondió Fogwill. 

El Cubano abrió la puerta. Era un departamento de dos ambientes en el que siempre había gente y olía a sahumerios. 

–¿Cómo estás, Quiquito? –Las personas que lo conocían desde hacía mucho tiempo lo llamaban Quique, pero el Cubano siempre le decía Quiquito. 

–Como el culo negro de tu hermana. Dale, Cubano, tengo el taxi abajo. 

–Bueno, bueno, ¿barato o caro? 

–Caro. 

–¿Una, dos…? 

–Dos. 

–Si te llevás cuatro, después arreglamos por tres. 

–Dame cuatro. 

De nuevo en el taxi pensó que probablemente su madre estaría dormida o viendo televisión en la cama. Pasaría por la heladera y subiría a continuar con su novela. Calculó que, con lo que le había dado el Cubano, en dos o tres noches –después de la oficina– podría terminarla. La novela se llamaba “Amor a Roma” y era sobre unos italianos que pertenecían a una agrupación secreta dedicada a buscar en libros esotéricos llamados en clave a la realización de actos terroristas. Fogwill quería poner a prueba en su narración una serie de teorías que le había contado su padre sobre los italianos y su deficiente capacidad organizativa. 

Se bajó del taxi y entró al quiosco de la planta baja del edificio. 

–¡Quique querido! –le dijo el quiosquero. 

–Tranquilo, tranquilo que estoy con un incendio. 18 

–¡Eh! ¿Qué pasó, Quique? 

–Nada, lo de siempre. Me volvió a echar. Dame una caja de Jockey y uno de estos alfajores. Son nuevos, ¿no? Después te los pago. 

Se paró en el quinto piso frente a la puerta del departamento de su madre, pero decidió no entrar. Pensó que como no le había avisado que pasaba, seguramente la despertaría o, lo que era peor, si estaba despierta iba a asustarla. Volvió sobre sus pasos hacia el ascensor y subió hasta el piso diez, donde estaba su monoambiente. 

Encendió las luces, dejó el bolso sobre el sillón y prendió un pucho. Le llamó la atención que ese fuera su primer pucho en más de cinco o seis horas. 

–Eeeeeeeeeeeeeeeeehhhh. Oooooooooohhhhh –vocalizó Fogwill. Era una manía que le había quedado de cuando formaba parte del coro en la escuela primaria. 

–Eeeeeeeeeeeeeeeeehhhh –vocalizaba buscando una nota. Cuando la encontraba volvía a lo suyo. Y lo suyo en ese momento era preparase para escribir. 

Para Fogwill escribir era pensar, porque hablar también era pensar. Y con la cocaína era como si hablara sin parar pero escribiendo. Para Fogwill, escribir era lo más parecido a navegar. De chico solía navegar en pequeñas embarcaciones. Primero lo llevaba su padre, pero después empezó a salir solo. La exposición al sol que refractaba el Río de la Plata le había arruinado la piel. Se le había vuelto cada vez más y más fotosensible. Ya casi ni usaba mangas cortas en verano y de la nada la piel se le resecaba y cuarteaba.

Apagó el cigarrillo y sacó del bolso lo que le había dado el Cubano. Eran cuatro ampollas de vidrio, como en las que vienen los remedios inyectables, gordas como unos tubos de ensayo y largas como dos falanges, rellenas de un polvo blancuzco con pintitas rosas. Fogwill levantó una de las ampollas y la miró a contraluz de una lámpara de pie:

–¿Cómo mierda hace el Cubano hijo de puta para sellar los tubitos? –se preguntó.

Finalmente rompió, primero con los dientes y luego con las uñas, el cierre hermético de aluminio que envolvía la boca de la ampolla, antes de volcar su contenido en un plato hondo, se aseguró que estuviera limpio y le pasó un suéter que encontró en el piso.

Prendió otro cigarrillo y se sentó frente a la máquina de escribir. Era una Remington que le recordaba a la primera máquina que había tenido cuando era estudiante. Se la robó a un publicista uruguayo que la había olvidado en la oficina. Nunca la reclamó. Tenía otra más moderna, una eléctrica; pero prefirió usar la del uruguayo, pensando que quizás con esa podía sacarse de encima la mala racha. Fogwill quería terminar esa novela para probarse que todavía podía escribir. Desde que había salido de la cárcel –lo habían acusado de fraude–, hacía menos de dos años, tenía dificultades para avanzar en la escritura. Como los guardiacárceles tenían prohibido darle lápiz y papel, había aprendido a escribir con la mente. Se abstraía e imaginaba que les dictaba mentalmente a las personas lo que les quería decir. Ese mecanismo, desde que le habían dado la libertad le impedía escribir con fluidez, con decisión. 

Fogwill se paró. Recordó que tenía una silla nueva que le había regalado Granillo Fernández, un milico de la oficina que meditaba. Había viajado a China y había vuelto con ideas extrañas sobre la energía y el cuerpo. Le pareció que era el momento indicado para estrenarla, entre la Remington y la silla de bambú plegable y sin respaldar, seguramente se le iría la mala racha. Según Granillo Fernández, una silla sin respaldar era mejor para escribir porque hacía que la espalda se sostuviera por equilibrio. Fogwill la armó, la miró y dijo: 

–Granillo Fernández, sos un pelotudo. 

Antes de probarla, fue hasta el sofá donde había dejado su saco y buscó en los bolsillos su billetera. Cuando la encontró, sacó de entre los billetes uno de un dólar. Estaba arrugado y maltrecho. Lo apoyó sobre el escritorio y le pasó la palma de la mano varias veces planchándolo. Después lo tomó con la punta de los dedos y le dio unos tirones. Al final lo enrolló pacientemente y se acercó al plato. Aspiró primero por un orificio de la nariz y después por el otro. 

–¡La concha del pato! –gritó. 

§

La droga le endureció la mandíbula en cuestión de segundos. Sentía en las encías la profundidad a la que se enterraban las raíces de sus dientes. Luego de varios años de consumidor, no le costaba mucho reconocer cuál servía para escribir y cuál no. 

Releyó las páginas anteriores de su novela y se llenó de dudas. No solo de todo lo que había escrito, que eran unas cien páginas, sino que dudaba hasta del título. “Amor a Roma”. “A-mor-a-Ro-ma”. 

¿No era un poco estúpido usar un palíndromo en un título? Está bien, la novela se desarrollaba en Roma y los personajes eran patriotas, pero ¿la palabra “amor” en un título? ¿Cómo se traduciría el juego de palabras al inglés?, ¿al alemán?, ¿al francés? ¿Qué pensaría el lector frente a la tapa de ese libro? ¿Qué lector se sentiría seducido? ¿Viejas? ¿La literatura –todos: críticos, autores, imprentas, editoriales, periodistas– se sostenía gracias a la figura de la mujer menopáusica con tiempo libre, que leía en vez de mirar telenovelas? 

Como fuera, la cocaína no lo estaba ayudando a vencer la mala racha y empezaba a angustiarse. Por las dudas, se acercó al plato y aspiró por los dos orificios nasales otra vez. 

Por el ventiluz del baño empezaba a filtrarse una pequeña línea de claridad. Fogwill ya se había terminado el plato. Sabía –no lo había olvidado en toda la noche– que tenía una reunión importante con los milicos. Tenían que reprogramar campañas con clientes pesados. Los milicos estaban exaltados. La guerra los volvía unos perros alzados, en celo. 

–Imaginate –le había dicho a un amigo por teléfono–. Es como tener el escritorio de laburo en medio del vestuario de un club de fútbol al que acaban de llegar todos los jugadores en el entretiempo. 

Había escrito solo una página. Tímidos giros con diálogos impostados y no muy reveladores. Los personajes se limitaban a pasar el tiempo esperando algún vuelco en la narración.

Las manos le empezaron a temblar, sus dientes no paraban de morder, sus pupilas estaban ultra dilatadas. Decidió acostarse un rato –pese a que sabía que le iba ser imposible dormir– con la idea de llegar lo más fresco posible a la reunión. Se tiró vestido y se fumó un pucho. Lo apagó, cruzó los dedos a la altura del abdomen y en el techo divisó unas figuras fluorescentes. Fogwill no podía decidir si se trataba de algún efecto de la droga o si su mente se estaba sumergiendo en un mundo onírico. Las figuras eran como un humito que bailaba y que, de repente, adquiría la forma de un velero, después la de una novia de su infancia, luego la de su padre en cueros izando una vela, la de su abuela inglesa mirando por una ventana, y así. Hasta que se despertó y vio que ya habían pasado tres horas de la pautada para la reunión. 

En la oficina lo recibió el coronel Titino Fábregas. 

–No vino a la reunión –le dijo–. ¿Qué anda pasando con usted? Vaya, que lo espera el Capitán. 

Titino Fábregas era un milico que no podía escapar del alcohol. Después de más de quince años en la Armada, habían decidido mandarlo a las oficinas de administración para que pudiera andar borracho sin ocasionar tantos problemas, o que al menos no fueran tan graves. Titino Fábregas era un tipo sin preocupaciones, nada le caía bien ni mal. En una oportunidad, Fogwill le había preguntado: 

–Coronel, si odia tanto a los ingleses, ¿por qué toma whisky todo el día? 

Y el Coronel le había respondido: 

–Pa’ mearlo. 

El Capitán Lomas era, en cambio, un tipo estresado. La guerra ya era en sí misma un tema que podía estresar a cualquier mando de las Fuerzas Armadas, pero el Capitán Lomas veía en cada mínimo desacierto una tragedia irremediable. 

–¿Qué mierda hace, Fogwill? ¿Quién mierda se cree que es? –le preguntó Lomas–. ¿A dónde mierda piensa que vamos a llegar así? Tuve que decirles un montón de huevadas a unos boludos con carpetitas porque usted no estaba para decir las boludeces que dice siempre, que es para lo que le pagamos y lo sacamos del calabozo. Póngase ya mismo a terminar todos estos papeles de mierda. Que no entiendo un carajo cómo mierda se rellenan. 

Fogwill pensaba decir que uno de sus hijos estaba enfermo, pero eso era lo que había dicho la semana anterior, así que pensaba directamente contar que su mujer lo había echado de su casa y que había tenido que dormir en un hotelucho. En el que, además, le habían robado. Pero no fue necesario. Levantó los papeles que Lomas le había pedido que completara, fue hacia su despacho y puso llave. Volvió a admirar la perfección del sellado de las cápsulas que le había fiado el Cubano. Le enterró los dientes y luego, con la uña del pulgar, bordeó la boca del tubo hasta que lo destapó. Espolvoreó su contenido sobre la tapa de un libro. Buscó su billetera, sacó su cédula de identidad y peinó el polvo hasta armar dos pequeñas cordilleritas. Con el dólar maltrecho enrollado las aspiró de un saque, y mientras se dejaba caer sobre el sillón, gritó: 

–¡La concha del pato! 

§

El papeleo era bastante entretenido. Se trataba de unos estudios de campo, unos sondeos en los que se le preguntaba a la población encuestada qué marcas de las que consumía a diario le generaban más felicidad y por qué. Fogwill tenía que determinar las variables, llenar unos casilleros y dibujar unos gráficos con los resultados finales. Años después, Fogwill diría que esos números anunciaban el retorno de la democracia. 

Cuando terminó con su trabajo rutinario y con las tareas que le habían asignado como castigo a su inasistencia, decidió volver al monoambiente. Antes de salir llamó por teléfono a su madre para avisarle que pasaría a comer algo porque no había tenido tiempo de almorzar. En la radio del taxi hablaban de la guerra. Un especialista en aviones detallaba la superioridad tecnológica de los Sea Harrier británicos frente a los Mirage III o los Skyhawk argentinos. Explicaba la particularidad de los movimientos de un Sea Harrier en el aire. 

Cuando llegó al departamento de su madre, antes de que él llegara a tocar el timbre ella le abrió la puerta exaltada –solía reconocer el retumbar de los pasos de su hijo por el pasillo– y le dijo: 

–¡Hundimos un barco! 

Fogwill no entendió a qué se refería hasta que notó la televisión encendida con el noticiero. Le pidió que fuera sirviendo la comida. Él iría a lavarse las manos. Entró al baño, puso llave y sacó del bolsillo del pantalón la ampolla de vidrio. Dio unos toquecitos sobre la bacha, armó el canuto de un dólar, aspiró y se lavó la cara. Mientras veía su mirada andrajosa y tensa en el espejo, pensó en su madre, en el barco hundido, en la guerra, en las encuestas, en el servicio militar, en la cárcel, en los veleros, en su padre. Después salió. 

Comieron unas milanesas con ensalada de papa y huevo mientras hacían zapping por los tres canales de noticias. En todos se hablaba del hundimiento del Sheffield. 

Cuando subió al estudio, vació una de las ampollas sin abrir en el plato que tenía sobre el escritorio y tomó unas rayas con su dólar prolijamente enrollado. Se trepó a la silla nueva que le había regalado Granillo Fernández– y tipeó, en la página que había escrito la noche anterior: “Hoy mamá hundió un barco”. Le gustaba cómo sonaba, aunque no entendía del todo qué quería decir. Sintió que tenía que hablar sobre la guerra. Su novela podría tener un capítulo destinado a la descripción de una batalla. Pero en realidad, después de pensarlo bien unos minutos, se dio cuenta de que no quería escribir sobre la guerra. Sacó esa hoja de la máquina, puso una nueva y escribió una serie de anécdotas que había protagonizado en la oficina con los milicos. En una contó que iba en un taxi con su jefe, el Capitán Lomas, y al pasar por Constitución Fogwill le dijo: “Qué buena arquitectura”, refiriéndose a la autopista, a lo que Lomas respondió: “Sí, es maravillosa”. “¿Sabe dónde están los planos?”. “No”. “Ah, le aviso que están en Inglaterra; están asegurados en el Banco Lloyds. Ellos la pueden hacer mierda en un minuto y ustedes no saben dónde carajo están los caños”. Casi todas las anécdotas eran así, graciosas, pero, para Fogwill, no del todo interesantes. Hizo una línea de asteriscos y empezó a transcribir lo que recordaba de la descripción que había escuchado en el taxi sobre cómo volaban los Sea Harrier. Flotaban. Lanzaban misiles teledirigidos. Eso le pareció que estaba mejor. Le gustó. Para alentarse tomó dos rayas más. En ese ímpetu por sentirse bien, se dio cuenta de que la silla ergonómica era realmente cómoda. Pensó que podría quedarse toda la noche en esa posición. 

Siguió escribiendo. Sabía que había abandonado “Amor a Roma” y que estaba en un nuevo proyecto. 

Hizo una segunda línea de asteriscos e imaginó diálogos delirantes entre un grupo de colimbas tucumanos y unos altos mandos británicos, sin traductores. También eran graciosos, pero había algo más: a Fogwill le gustaba que fueran tucumanos. Cada vez que leía algo o alguien nombraba alguna provincia del norte, recordaba a los hermanos catamarqueños que habían estado presos con él. Los habían confundido con prófugos, y por las noches lloraban diciendo que nunca volverían a ver a sus padres. Una de esas noches el hermano menor le dijo al mayor que se moría por comer un “pichiciego”. Era la primera vez que Fogwill escuchaba nombrar ese animal. Por el sonido imaginó un tipo de ave autóctona, pero después, cuando salió de la cárcel, averiguó que se trataba de un armadillo al que también le decían “mulita” o “pichi” o “quirquincho”, según la zona. En la cárcel la mayoría eran provincianos y de lo que más se hablaba era de la familia y de culear. Fogwill pensó que podría abordar la guerra hablando de los presos. Le pareció una buena idea, pero las ganas de mear ya no lo dejaban pensar. Como se sentía demasiado cómodo en su posición, agarró una botella de Coca-Cola vacía que tenía en el escritorio y meó ahí. La dejó apoyada donde estaba. Abrió el cajón del escritorio, sacó una birome y en una hoja en blanco escribió: “Los Reyes Magos”. Dibujó tres flechas hacia abajo. En la punta de una escribió “Viterbo”; en la de al lado, “Turco”, y en la siguiente “Ingeniero”. Pensó un momento con la birome en la boca; después dibujó una flecha más y en la punta escribió “Quiquito”. 

§

Decidió que el comienzo sería una descripción de la nieve. La gran decepción que era para un norteño argentino conocer la nieve durante una guerra. Imaginó a los presos, con su acento provinciano y su moral insubordinada, viviendo en una trinchera alejada y oculta, esperando que la guerra terminara. Los “presos” se transformaron en “colimbas” y después en “pichis” porque eran una comunidad de desertores autodenominada “Pichiciegos”. Escribió en una hoja, con letras grandes: EL PICHI GUARDA, AGRANDA, AGUANTA. Y la pegó con cinta sobre la lámpara de su escritorio. 

Fogwill sentía que lo que tipeaba se escribía solo. Las páginas entraban y salían. Cada vez que completaba una página, tomaba cocaína del plato como un perro que recibe un premio por una buena tarea. Por el baño entraba una línea de luz y Fogwill ya tenía veinte páginas escritas. 

Para no volver a llegar tarde al trabajo, decidió no dormir. Bajó hasta el departamento de su madre, calculando que ya estaría despierta. Tomaron un café con tostadas mirando canales de noticias. Un periodista decía que entre las tropas británicas había varios tipos de mercenarios y que los más temidos eran los gurkhas, unos nepaleses que solo servían para hacer la guerra y tenían cuchillos especialmente diseñados para degollar. Después mostraron imágenes de un cuchillo que parecía un boomerang. 

§

Llevó las veinte hojas escritas a la oficina y le pidió a las dos mecanógrafas de la agencia que le hicieran corrección de estilo y las retipearan a doble espacio para poder hacer marcas con birome entrelíneas. Cuando salió de la oficina, pasó por lo del Cubano y se llevó fiadas cuatro más de las caras. 

–Escuchame Cubano culo sucio: ¿Cómo sellás los tubitos? ¿Tenés una máquina? 

–Secreto profesional Quiquito. 

–Andá a cagar Cubano– le respondió desde la puerta.

–¡Se te ve espléndido, Quiquito! –le gritó el Cubano. 

Al llegar al edificio fue directo a su estudio, sin pasar por lo de su madre, y escribió. Toda la noche escribió, tomó cocaína y meó en botellas de Coca-Cola, que se amontonaban amarillentas sobre el escritorio. La musiquita y los personajes hacían todo. 

Al día siguiente se despertó sin entender dónde estaba. No entendía si era el Fogwill adulto o el Fogwill niño que había sido una vez. Lentamente fue reconstruyendo: había dormido cerca de catorce horas, pero no recordaba haber escrito todas las páginas que había sobre su escritorio. Las leyó por arriba y le parecieron buenas. Fogwill quería terminar la novela –o lo que fuera que estaba escribiendo– y publicarla lo más pronto posible. Inmediatamente. Quería que su libro se exhibiera en las librerías antes de que terminara la guerra. Se había impuesto ese desafío. Por eso, ni bien terminaba una página, fuera la hora que fuera, la enviaba por fax a las mecanógrafas, que la devolvían en cuestión de horas, a doble espacio y corregidas. 

Mientras describía una escena en la que un pichi descubre un arco iris sobre la montaña y lo contempla fumando un 555, tuvo que parar porque no aguantaba más las ganas de mear. Agarró una botella que estaba por la mitad, sacó el pito y lo acomodó sobre el pico. Había que tener cuidado de dejar un poco de aire, porque si tapaba todo el pico con el pito, la botella hacía vacío y se meaba las manos y el pantalón. Mientras meaba apareció el hilito de luz. Pero esta vez no venía del baño. Cuando levantó la vista, vio una imagen de la Virgen María que flotaba en el aire. Apoyó la botella. Volvió a mirar y ya no estaba. Se puso de pie, elongó las piernas y dio un par de vueltas alrededor del escritorio. Agarró el dólar enrollado y tomó dos rayas más. Se puso a revisar el manuscrito y decidió agregar en los primeros capítulos la aparición fantasmagórica de unas monjas francesas que –se rumoreaba– los milicos se habían chupado. 

Cuando Fogwill terminó la novela, fotocopió catorce ejemplares del manuscrito y los repartió entre colegas escritores, periodistas, editores y poetas. Pero no consiguió que se lo publicaran sino hasta más de un año después de que hubiera terminado la guerra.

Fogwill nunca pisó las Islas Malvinas –el lugar donde se desarrolló la guerra de la que habla su libro–, pese a que, como su abuelo era un marinero que había navegado las islas del Atlántico Sur, él siempre había querido hacerlo. Cada vez que le preguntaban por su “libro sobre la guerra”, él respondía que no era un libro sobre la guerra, que era un libro sobre él mismo, sus problemas, sus tormentos y sobre el plan cultural de la democracia que en ese momento se estaba negociando.